El año en que chocamos con nosotros mismos

MADRID — Hace unas semanas Katharine Viner, la directora de The Guardian, culpaba al algoritmo. En un artículo re-leído, re-citado, hablaba de ese “filtro burbuja” por el cual Google te muestra las opiniones que coinciden con la tuya, y contaba la historia de un amigo que, el día después del brexit, no encontraba en su Facebook a nadie que celebrara el resultado: todos los que veía estaban, como él, lamentándolo. La burbuja existe, pero es probable que no sea culpa de ese algoritmo tan temido. Es fácil atacar a los malos conocidos; más difícil pensar que la culpa sea propia.
El periodismo más prestigioso —¿el mejor periodismo?— del mundo se ha pasado estos meses mirando con ahínco la campaña electoral estadounidense. Una vez más, el mejor periodismo (?) se dedicó a confirmar lo que creía saber, a contar lo que lo confortaba y confortaba a sus lectores. Una vez más, el mejor periodismo (?) se enfrascó en un campeonato de ombligos, una conversa de besugos. Una vez más, no entendimos: no supimos leer lo que estaba allí delante.
Y no es solo la prensa, por supuesto; es ese —módico— sector de la sociedad que la consume y la modela, usted, él, ella, su jefe, su cuñada, mi tía Cata, el ministro, el secretario del ministro, su ginecóloga, aquel compañero del colegio, mis amigos, sus amigos, nosotros. Somos —creemos— los que nos interesamos por nuestra sociedad, los que estamos al tanto, los que tratamos de pensarla. Y se diría que seguimos creyendo en la vieja teoría del derrame: suponemos que los que manejamos la palabra pública —algunos periodistas pero sobre todo cantantes, directores, presentadores, publicistas, intelectuales varios, los famosos políticos— definimos lo que dicen nuestras sociedades. Suponemos, supongo, que nuestra posición dominante —nuestro control de los discursos y los medios— nos permite manejar el capital cultural y que, si acaso, a los demás les caen las gotas: que los demás piensan como nosotros solo que un poco menos y que, en última instancia, harán lo que creemos.
Pero resulta que no: tantos viven distinto, piensan distinto, imaginan distinto. No menos, no peor: distinto. Y nosotros, los dueños supuestos del discurso, no procuramos siquiera saber cómo. Para nosotros, ellos —millones y millones de personas que no entendemos, que no conocemos— son datos, números: a lo sumo, para tratar de manejarlos, intentamos averiguar sus cantidades.
Durante décadas el sistema pareció funcionar: las mayorías reproducían los comportamientos que les imaginaban las dirigencias —políticas, económicas, culturales—, ya no. El 2016 ha sido, para descubrirlo, un año clave. El 2016 fue el año que demostró que muchos de los que nos dedicamos a contar y pensar nuestro tiempo no entendemos lo que pasa en nuestras sociedades, y que la realidad es tan taimada como para actuar sin preguntarnos; el año en que tantas personas, en distintos países, de distintas maneras, chocaron de pronto con una roca oscura y descubrieron que esa roca era el mundo en que viven, su país, sus paisanos.
El choque fue tremendo: el brexit tras la Mancha, el No en el plebiscito colombiano, el presidente Trump. Lo que no podía pasar está pasando más y más; lo que no podía pasar sí que podía. Hay que reformular la idea: podía, solo que no sabíamos. Ya no sabemos qué puede o no puede pasar, ya no tenemos referencias sólidas porque dejamos de querer saber cómo son los otros, cómo somos. Nos alcanzaba con adaptar lo que veíamos a lo que suponíamos: reducir el mundo a nuestros preconceptos.

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